FRANCIA, 2024
TÍTULO ORIGINAL: The Second Act
ARRANCAMOS SITGES CON DUPIEUX
Con El segundo acto, Quentin Dupieux nos vuelve a invitar al teatro del absurdo, esa sala sin salida donde la risa es incómoda y la lucidez parece una trampa. Esta vez, el escenario es literal: un restaurante en medio de la nada, cuatro actores esperando su escena... y lo que empieza como melodrama barato se descompone rápidamente en un juego metacinematográfico sin red ni salvavidas.
Si esperas una historia con principio, nudo y desenlace, mejor sal corriendo. Aquí no hay respuestas, ni siquiera preguntas del todo claras. Pero sí hay una burla feroz. Dupieux lanza dardos en todas direcciones: a la industria del cine (esa gran maquinaria oxidada que se aplaude a sí misma), a la cultura de la cancelación (convertida en parodia de sí misma) y a la inteligencia artificial, que aquí aparece como la posible heredera de la ficción… o como su último chiste cruel.
Los diálogos se retuercen sobre sí mismos, los personajes/actores se interrumpen, se desenmascaran y se rehacen constantemente. No sabemos si están actuando, recordando líneas, improvisando o simplemente esperando que el plano acabe. Y eso es precisamente el juego de Dupieux: hacer del “acto” una trampa semántica. ¿Cuál es el segundo acto? ¿Del guion? ¿Del cine? ¿De la sociedad?
El reparto es un lujo: Léa Seydoux, Vincent Lindon, Louis Garrel y Raphaël Quenard se entregan al desconcierto con una convicción que roza lo kamikaze. Parecen disfrutar del caos, como si supieran que la única forma de sobrevivir a esta sátira es dejarse arrastrar por ella.
Eso sí: la película no es para todo el mundo. Su ritmo se vuelve repetitivo en la segunda mitad, y el exceso de capas puede terminar alejando más que iluminando. Pero si uno entra en el juego (y se ríe cuando toca reírse de uno mismo), la experiencia es reveladora.
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